lunes, 9 de julio de 2007

Mirar a los ojos

Carlladom

Mucho se ha dicho sobre los condenados a muerte, algunos argumentan que llorar, y quebrarse en el último paso es normal, incluso esperable. Otras reacciones posibles son el pánico y la histeria en el último minuto. Generaciones y generaciones de verdugos y carceleros han asistido a este macabro ritual una y otra vez, siempre imperturbable y siempre igual con algunas excepciones...

Algunos condenados aceptan el cadalso con entereza, pero en última instancia algo traiciona su apariencia digna. Algo deja entrever el sin sentido y la indignidad de dicha muerte, algunos logran sortear esto creyéndose, a fin de cuentas, culpables. Este no fue el caso del condenado a muerte que voy a presentarles. Digamos que los sucesos ocurrieron en una cárcel no muy alejada de un río, en un invierno tupido, de aquellos que esconden el sol hasta la primavera y nuestro condenado se sabía inocente. ¡Ah! , y he aquí la diferencia con la mayoría. No sólo su madre y él sabían esto.

El condenado caminaba confiado a enfrentar su destino, los carceleros en cambio estaban frenéticos, la tranquilidad de este hombre los llenaba de dudas, sus más locas fantasías tomaban cuerpo, desde un rescate de último momento hasta la remota posibilidad de que el condenado fuera la segunda reencarnación de Cristo y que, por tanto, ellos estaban a punto de desencadenar el Apocalipsis. No, la verdad era mucho más sutil, pero más terrible. Nuestro condenado era un sujeto de estatura mas bien baja y enflaquecido por las circunstancias de la vida, el fiel arquetipo de la clase media, ni demasiado altanero, ni demasiado ambicioso. En suma el gris punto medio que caracteriza a nuestro confuso mundo. Como ustedes habrán deducido tampoco era demasiado listo ni demasiado agresivo (aunque ciertas conclusiones a las que llegó en su breve encierro pueden considerarse dignas de un genio). Nuestro hombrecillo tuvo la mala suerte de encontrarse en el lugar inadecuado en el momento inadecuado. La situación, de hecho, fue soberbiamente simple. Un cadáver, un edificio, nuestro condenado pasando cerca del edificio y una llamada a la policía. Quizás en otras circunstancias este hombre podría haberse salvado, pero éste era de aquellos asesinatos que demandan un culpable, un individuo poderoso (el verdadero autor del crimen) era, con demasiada obviedad el mejor sospechoso así que se necesitaban dos elementos: A) un chivo expiatorio (que podrán suponer sería nuestro condenado) y B) un juez corrupto. Como ustedes sabrán ambos elementos son mas bien abundantes (está bien, los jueces corruptos son un poco más abundantes). Ahora, agreguémosle a la receta un poco, mas bien no tan poco dinero, y la imagen comienza a hacerse mas nítida, como una bella ecuación o un mecanismo de relojería, hasta aquí todo estaba funcionando según lo planeado.

El juez y unos cuantos policías se encargaron de situar pruebas suficientemente dudosas como para llegar a sospechar. Un par de llamadas convencieron a nuestra víctima que la verdad podría costarle cara a su familia, agreguemos además una cuantiosa suma que podría, quizás recibir su familia con posterioridad a su sacrificio. Ya habíamos mencionado que nuestro hombrecillo era el fiel representante de nuestra cultura gris y mediocre. Así que tampoco era demasiado apegado a su vida, pero esto le daba la oportunidad de darle un sentido a su insignificante existencia. Obviamente tampoco tenía demasiado apego a su familia. pero aceptó pensando que quizás este sacrificio lo catapultaría directo a las puertas del cielo.

Todo está funcionando perfectamente hasta que el condenado recordó que tampoco era demasiado creyente. Es aquí donde los acontecimientos dieron un giro inesperado.

Podríamos habernos esperado muchas cosas, quizás nuestro condenado podría haber delatado la corrupción y la injusticia que se escondía tras su condena (ya que como dijimos, no le importaba demasiado su familia, y después de todo desde la cárcel los culpables no podría hacer mucho). No, esto fue precisamente lo que no hizo, ¿por qué?, bueno , todo eso de la justicia sonaba bastante bien y incluso inspirador hasta el momento en que consiguiera su cometido. Después tendría que volver de nuevo a su vida mediocre de siempre. Y más terrible aún , sabría lo que significaba tener un sentido y perderlo (después de lograrlo). Descartó esta idea de plano (meditando en la cárcel) y se volvió filósofo en unas pocas horas. Decidió que lo que realmente importaba en la vida era un sentido, no importa cual sea éste. Mas allá de la muerte y los ideales tenia que encontrar un sentido.

En un interludio de sus meditaciones metafísicas recordó viejas leyendas que le contaba su abuela gitana, sobre el mal de ojo y otros tópicos mágicos. Su abuela era la fiel representante de la vieja gitana, astuta y misteriosa. Este interludio en específico, el mal de ojo, comenzó a teñir sus meditaciones sobre el sentido de la vida, poco a poco, como un cáncer que repta tranquilo y confiado hasta su macabro desenlace.

Una mañana todo se hizo claro, la ultima mañana. De esa cama emergió un ser distinto al que se había acostado la otro noche en ella. Un ser mas allá del filósofo, podríamos decir incluso su evolución, un ser ya no más gris, sino coloreado por un sentido absoluto que se dejaba ver por todos sus poros. Un sentido, además teñido por la urgencia de la muerte.

Con toda razón sintieron los carceleros aquella extraña mezcla de estupor y miedo al irle a buscar para la ejecución. El condenado parecía estar mas allá de lo que ellos (como hombres aún grises) serian capaces de vivir jamás. Sus ojos carentes de pánico eran como un faro que iluminaba el sinsentido que anidaba en lo mas profundo del alma de los carceleros. Visiblemente turbados, los carceleros lograron llevarlo al cadalso, pero sus vidas nunca volverían a ser las mismas.
A la ejecución asistían diversas personas, en este caso el juez corrupto, algunos miembros de la prensa, degenerados que habían logrado conseguir un puesto a base de súplicas y sobornos, para ver el espectáculo (que por cierto no sería de su agrado esta noche) y por supuesto algunos miembros de su familia que tenían la edad y la osadía suficiente para asistir a tan macabro acontecimiento.

El condenado subió tranquilamente al cadalso, aún henchido por aquel tinte extraño que da la convicción profunda, sus familiares desconocieron por unos instantes a este ser que se exhibía frente a ellos y todos los asistentes se sintieron pequeños, y en cierta medida como si ellos fueran los condenados a muerte. Cabe destacar que esto no era del todo erróneo. La abuela, el mal de ojo, el sentido de la vida, la muerte. Todo zumbaba en la cabeza del condenado, con una coherencia que difícilmente han alcanzado algunos místicos. Su abuela solía decir que la mirada tiene un poder misterioso y especial, muy sutil pero devastador. Además (y esto es lo importante) la mirada de la muerte es lo más poderoso que hay, o traducido para este caso, la mirada de un moribundo. La ejecución procedió según lo planeado y a las 11:37 PM se declaró legalmente muerto a nuestro protagonista.

A las cuatro horas el cadáver del condenado comenzaba a hincharse y podrirse, lentamente, como si se negara en convertirse en polvo. Al mismo tiempo el juez corrupto llegaba a su casa visiblemente turbado, su esposa dormía en el piso de arriba y su hija despertaría en unas pocas horas para dirigirse ala escuela, las manos del juez estaban ensangrentadas, trataba de lavarlas, pero la sangre se negaba a desprenderse, como si tratara de convertirse en un estigma permanente que señalara su estupidez y su crimen. Trató de repasar los hechos mentalmente y cada vez adquirían menos sentido. Se había dirigido a la casa de aquel hombre poderoso que le había pagado para inculpar a ese inocente. En el camino hacia allá se había convencido de que la paga había sido insuficiente y estaba dispuesto a conseguir un poco, o mejor dicho mucho dinero extra. Pero esto era ya extraño, porque después de la ejecución se dirigió a un bar a tomar un trago. No podía precisar en qué momento la idea de conseguir más dinero, de chantajear a su cómplice se había alojado en su cerebro. Menos recordaba o comprendía cómo los acontecimientos habían girado de esta manera. Aquel hombre poderoso y altanero obviamente se negó a su petición, por lo demás ridícula, lo cual ahora encontraba del todo razonable. Por más que pensaba no lograba precisar como la discusión fue subiendo de tono, en qué momento había escondido aquel cuchillo en su chaqueta, en qué momento decidió apuñalar a aquel hombre en su casa. Y, para colmo, con sus huellas diseminadas por todos lados chillando su culpabilidad.

Algo se había instalado en su mente, algo que no podía precisar. El juez tenía pocas cosas claras en este momento, otro misterio, uno que nunca resolvería fue cómo llegó hasta su estudio y sacó su pistola, tranquilamente apuntó a su sien y miró el retrato de su familia, por un momento sonrió, el no entender nada le parecía, al final, cómico. Era como si al destino o alguna fuerza más poderosa aún lo hubiese condenado, y lo más extraño de todo era que no podía olvidar la mirada de aquel condenado a muerte de hace unas horas. El arrepentimiento le sobrevino mientras la bala salía del cañón directo hacia su cerebro. Esa noche su esposa y su hija despertarían un poco más temprano de lo normal. Mientras tanto en la morgue, en el rostro de un cadáver cualquiera, tan sólo destacable porque había sido condenado a muerte y ejecutado hace pocas horas, se dibujó una pequeña sonrisa, un extraño rictus en sus labios que los médicos atribuyeron al rigor mortis.

Será obvio para ustedes que el misterioso sentido que guió a nuestro hombrecillo en su vida y que, por el breve periodo que duró su confinamiento lo elevó sobre el resto de los humanos, fue la venganza. Será también obvio que el medio para conseguirla fue bastante simple. Tan solo mirar a los ojos, como le decía su abuela.

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